Hace casi un siglo ya existían tecnologías constructivas que hoy seguimos llamando “innovadoras”. Este hecho, más que anecdótico, revela lo lento que avanza la incorporación de soluciones que reducen costos, aceleran tiempos y mejoran la calidad en el sector de la vivienda. Porque, aunque las herramientas están disponibles, el entorno que permite su adopción aún no se ha transformado lo suficiente.
En muchos países de América Latina, y especialmente en mercados emergentes, la vivienda enfrenta una paradoja persistente. Tecnologías como la construcción modular, los paneles prefabricados o la impresión 3D funcionan adecuadamente en entornos controlados, pero pocas veces logran escalar. Esto ocurre no porque les falte potencial, sino porque operan en ecosistemas poco adecuados, donde la innovación está limitada por marcos rígidos, falta de incentivos y un temor generalizado al error o al fracaso.
La innovación, cuando sucede, lo hace de forma fragmentada. Los actores clave —gobierno, sector privado, banca, academia, ONG y comunidades— suelen trabajar de manera aislada, sin una visión compartida, sin datos comunes y, muchas veces, compitiendo entre sí. Mientras tanto, millones de personas construyen sus hogares por etapas, muchas veces sin acceso a servicios básicos, sin asistencia técnica y sin títulos de propiedad, enfrentando una serie de barreras que van mucho más allá de lo técnico.
Los principales obstáculos para avanzar no están en los materiales, sino en la normativa, en la burocracia, en los modelos de financiamiento que no se ajustan a ingresos informales, en la falta de información confiable y, sobre todo, en la desconexión entre quienes toman decisiones y quienes viven el problema en carne propia. La ausencia de un lenguaje común entre sectores y la escasa articulación interinstitucional generan un entorno en el que innovar es más la excepción que la regla.
Por eso, no se trata únicamente de innovar más rápido, sino de hacerlo mejor. Innovar no es lanzar productos aislados, sino construir procesos que sean institucionales, sociales y culturales. Requiere pasar de una lógica centrada en soluciones puntuales a una visión sistémica, participativa y orientada a las personas.
Construir ese ecosistema implica, entre otras cosas:
Innovar en vivienda no es simplemente crear nuevos materiales o incorporar tecnología de punta. Es, ante todo, generar condiciones para que las familias puedan construir sus hogares de manera más rápida, segura y asequible. Y eso solo será posible si las ideas dejan de quedarse en la etapa piloto y logran traducirse en soluciones escalables, replicables y sostenibles.
Una buena idea puede despertar entusiasmo, pero solo un sistema conectado, abierto y centrado en las personas tiene la capacidad real de transformar vidas. ¿Te animas a intentarlo, esta vez, sin miedo a fallar y reconociendo que innovar también es conectar?