Mi profesión ha sido siempre una fuente de orgullo y realización para mí. Desde que inicié mi carrera en la construcción, he tenido innumerables experiencias que han consolidado mi amor y pasión por lo que hago. Una de esas experiencias, quizás la más mágica de todas, ocurrió en un día de verano en el muelle Molo del puerto de San Antonio, Chile.
Era una tarea aparentemente sencilla: inspeccionar el estado de los hormigones bajo un tramo del muelle existente. Con sus 800 metros de largo y 34 metros de ancho, el tablero se erigía como una gigantesca masa de concreto sobre el océano. Para esta labor, debíamos bajar en una pequeña lancha con motor fuera de borda, precisamente cuando la marea estaba en bajamar. Sin embargo, lo que parecía un trabajo rutinario pronto se tornaría una experiencia celestial.
A medida que nos aproximábamos, nos dimos cuenta de un obstáculo inesperado: un barco de más de 200 metros de largo que estaba siendo descargado. Esta situación creó un ambiente inusual y casi místico. La escasa luz que se filtraba, el sutil movimiento del mar y la sombra imponente del barco creaban una atmósfera que jamás hubiera imaginado.
Una vez bajo el muelle, encajonados entre el barco y el enrocado, nuestras linternas iluminaron algo que nos dejó sin palabras: miles de luces titilantes se movían en la lejanía bajo la superficie, como un campo de estrellas en movimiento. En el silencio absoluto, alguien rompió la magia preguntando sobre el origen de esas luces. Recordando mis días de infancia junto a mi padre en el puerto, reconocí a esos pequeños seres: camarones de roca. Cada par de luces eran, de hecho, los ojos de estos pequeños crustáceos.
Aquel día, bajo ese muelle, en el mismo lugar donde mi padre había trabajado durante toda su vida como gruero, experimenté una conexión profunda con el universo. A través del brillo de los ojos de un camarón, pude contemplar la majestuosidad de las estrellas. Fue un día que me recordó por qué amo tanto mi profesión y cómo, en los momentos más inesperados, podemos encontrar belleza y maravilla.
Fue precisamente bajo ese tablero donde recordé lo infinitamente maravilloso que es el mundo. En la superficie, las actividades diarias de la construcción pueden parecer rutinarias. Excavar, medir, mezclar, construir. Pero cuando te detienes a mirar más allá de lo evidente, te das cuenta de que cada tarea es una oportunidad para descubrir algo nuevo.
Mientras las luces de los camarones brillaban, evocaba los recuerdos con mi padre. Cada vez que íbamos al puerto, él me contaba historias de barcos, el mar y sus misterios. Historias de marinos, de tormentas inesperadas y tesoros escondidos. Nunca imaginé que, años después, encontraría mi propio tesoro bajo ese muelle.
Aunque esos destellos eran simplemente reflejos en los ojos de los camarones, para mí simbolizaron mucho más. Representaban el legado de mi padre, la intersección de la naturaleza con el trabajo humano y la capacidad de maravillarse, incluso en los momentos más inusuales. Aquel día, el océano me mostró que la magia existe, a veces en los lugares más insospechados.
De regreso a la superficie, el equipo y yo compartimos sonrisas de asombro. No solo habíamos llevado a cabo con éxito nuestra tarea, sino que también habíamos compartido un momento que recordaríamos para siempre.
Con el paso de los días, aquel momento bajo el muelle me recordó la importancia de estar presente y valorar cada experiencia. No sólo en el trabajo, sino en la vida. Las maravillas están por todas partes, esperando ser descubiertas por aquellos dispuestos a verlas. Aquel día, los camarones de roca me enseñaron a mirar el mundo con nuevos ojos, a apreciar los pequeños milagros que suceden a nuestro alrededor.
Al final, nuestra profesión no se trata sólo de construir estructuras, sino de construir recuerdos, conexiones y significado. Aquel día bajo el molo del puerto de San Antonio, construimos un puente entre nuestro trabajo y la maravilla de la naturaleza, un puente que sigue vivo en mi memoria. Leer más