La Orden 66: ¿el fin de los Arquitectos?

En 1918, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, se proclamó la República Alemana conocida como la República de Weimar, formalizada en la constitución de 1919; ese mismo año, Walter Gropius unió la Escuela Superior de Artes Plásticas con la de Artes y Oficios, forjando así la Bauhaus e iniciando una revolución en la arquitectura caracterizada por la simplicidad y funcionalidad, impulsando el movimiento moderno e impactando el diseño, los métodos pedagógicos y la integración de las artes y oficios con la producción industrial. 

El año 1933 Hitler fue nombrado Canciller, marcando el fin de la República y el inicio del régimen totalitario conocido como el Tercer Reich. Ese mismo año los Nazis clausuraron la Bauhaus por considerarla un caldo de cultivo para el “Bolchevismo Cultural”, con ideas cosmopolitas, degeneradas, decadentes y subversivas. 

Mies Van der Rohe, director de la Bauhaus, se reunió con el jefe de la Oficina de Asuntos Exteriores Alfred Rosenberg, para solicitar la continuidad de la escuela. Rosenberg accedió bajo la condición que la Bauhaus abandonara el movimiento moderno y se convirtiera en una herramienta de propaganda del Tercer Reich.

"Con gran dignidad y firmeza, los maestros restantes de la Bauhaus se negaron a conformarse con el enfoque propagandístico del arte promovido por el Tercer Reich y cerraron la escuela, en lugar de ceder ante el gobierno", afirma Nicholas Fox Weber.

En la actualidad es difícil que una escuela de arquitectura sea cerrada por los mismos motivos que afectaron a la Bauhaus, pero existe otro contexto que sí puede determinar su continuidad: las condiciones del mercado.  

Según estimaciones en Chile existiría una oferta cercana a los 23 mil arquitectos (hombres y mujeres), representando una alta densidad de 1,3 arquitectos por cada 1000 habitantes. Existen unas 44 escuelas de arquitectura y se titulan unos 1400 arquitectos por año. La saturación del mercado es preocupante y aún así la empleabilidad es alta al primer año de titulados, cercana al 90%, pero el ingreso promedio es de 1,5 millones hasta los 5 años de experiencia. Si bien la precisión de estos datos está sujeta a revisión, es un llamado urgente para actuar bajo una mirada crítica.

En las sociedades donde el rol del arquitecto es infravalorado y representan un mercado saturado, los ingresos obtenidos por el ejercicio de la profesión constituirían un retorno de inversión que no justificaría el tiempo y el esfuerzo intelectual y económico para obtener el título. Ni siquiera la convicción vocacional de amar la arquitectura en sí misma podría sostener el deseo de estudiarla y comprenderla frente a la frustración de no poder ejercerla.

Si bien la oferta no es el único factor que determina el valor de un arquitecto promedio, primará si no se releva la capacidad diferenciadora para crear y proponer soluciones en perspectivas clave para los próximos 50 años: diseñar edificios y ciudades inteligentes, poner en valor el patrimonio, volver a ser relevantes en el urbanismo, en el mercado inmobiliario y en la industria de la construcción, ser expertos en el uso eficiente de recursos, en la innovación y la integración tecnológica para la resiliencia del medioambiente construido, con la sostenibilidad y la calidad de vida en el eje de nuestra capacidad proyectual.

En esta situación crítica, por mucho romanticismo que exista en nuestra profesión y los miles de años de historia y acervo cultural que la respaldan, tenemos que ser pragmáticos: La sobreoferta debe ser confrontada con los parámetros que permitan la existencia de cada escuela y su acreditación, la carrera debe ser más corta, con filtros de ingreso e implacables estándares de permanencia, particularmente en los primeros años, pero sobre todo, debemos ser capaces de formar y forjar el carácter, tal cual afirmaba F.L. Wright:

“Consideren tan deseable construir un gallinero como una catedral. La dimensión del proyecto significa poco en arte por encima de la cuestión monetaria. Lo que en realidad vale es la calidad del carácter. El carácter puede ser grande en lo pequeño, o pequeño en lo grande.”

Si bien existen oportunidades interesantes como la doble titulación Arquitecto-Ingeniero Industrial, también hay ideas cuestionables, como reducir la arquitectura sólo a un apéndice de postgrado para otras carreras, además, existe una prerrogativa legal que está comenzando a cambiar, el arquitecto es el único que puede firmar proyectos y anteproyectos de arquitectura, y cuando esa potestad deje de ser exclusiva y se abra al resto de profesionales que la ley define como competentes, significará un punto de inflexión en la valoración de nuestra profesión haciéndola aún más susceptible a las condiciones de un mercado cada vez más exigente.